Bon-a-tirer est une revue littéraire diffusant en ligne, en version intégrale des textes courts originaux et inédits commandés spécialement pour le Web à des écrivains actuels principalement de langue française.








Traducción Alix Parodi

 
LA OFICINA DE LA HORA (2)

Aquella noche, tras las largas horas de insomnio, Celestino tuvo la pesadilla de un desarreglo total del tiempo cuyo curso se confundía con un aumento del desorden. La gente había perdido todo punto de referencia e ignoraba qué día era. La noción misma de la hora se había esfumado. Los límites entre presente, pasado y futuro habían desaparecido, incluso en el mismo lenguaje. El pretérito indefinido y el imperfecto se habían evaporado de los libros de gramática. Además del presente, sólo se utilizaba el futuro perfecto. Los más afectados afirmaban que ni siquiera se acordaban del futuro. Los futurólogos sólo podían hablar de lo que estaba pasando ante sus ojos o de lo que había ocurrido la víspera. Los historiadores comentaban la actualidad del día. Los periódicos seguían pareciéndose a sí mismos, pero sin fecha. Los cerebros eran incapaces de tener memoria. Se limitaban a registrar fragmentos de instantáneas cuyas huellas se borraban enseguida. La amnesia proliferaba en todas partes como un cáncer. Cualquier proyecto se había vuelto inconcebible. Los hospitales rebosaban de gentes desorientadas que no sabían hacia qué servicio dirigirse. Esas mismas gentes ignoraban la razón por la que se habían precipitado hacia las urgencias. Incluso los médicos, movilizados para curar el mal, también lo padecían. Se olvidaban de su ciencia de la que sólo derivaban prescripciones banales de aspirinas o tranquilizantes, que ellos mismos tragaban antes de distribuirlos entre los recién llegados. En cuanto a las píldoras anticonceptivas, las mujeres las tomaban a su capricho. Los farmacéuticos ni siquiera se acordaban de la existencia de la píldora del día siguiente. Las calles se poblaban de mujeres embarazadas. Las maternidades estaban siempre llenas. Desde el final de la guerra, no se había visto una explosión demográfica parecida. Se edificaban guarderías y parvularios por todas partes. Las manecillas de los relojes de péndulo seguían dando vueltas por la fuerza de la costumbre, sin que nadie se interesara al respecto. Los relojes de pulsera habían pasado a ser simplemente pulseras llevadas por mujeres elegantes. Los husos horarios se habían borrado de los mapas. La radio había dejado de indicar la hora exacta. Funcionaba día y noche de manera continua, interrumpiendo sus programas con soniquetes atronadores. El telediario, al que se seguía llamando diario de la noche, se emitía en bucle. Los horarios laborales habían sido sustituidos por intervalos de trabajo que cada cual organizaba a su manera o, más bien, como dice la expresión consagrada, con arreglo a las necesidades del departamento. Se veían funcionarios llegar en plena noche a sus despachos y saludar a los colegas que se marchaban en ese mismo momento. Se limitaban a fichar en las entradas y salidas en vez de capitalizar. El desfase horario era general. Habían sido suprimidos los horarios de los trenes, que se iban en cuanto los vagones estaban llenos de pasajeros o mercancías. Los calendarios se utilizaban como papel de embalar. Las campanas de la iglesia ya no sonaban porque no quedaba nada que anunciar, ni misa dominical ni días de fiesta.
   Tan sólo el amanecer, el anochecer, la trayectoria del sol en el cielo y las comidas de la mañana, del mediodía y de la tarde servían de referencias para el quehacer de los hombres. Los gallos habían retomado su cometido de anunciadores del despertar matutino. Y también los relojes de arena, el de temporizadores del hervor de los huevos pasados por agua. Mientras preparaban la comida, las mujeres cantaban canciones más o menos largas según el tiempo de cocción. Se inventaban monstruos para hacer dormir a los niños. Del fluir del tiempo sólo se había conservado el vago recuerdo de unos ciclos que al reproducirse hasta el infinito, empujaban el porvenir hacia su regreso al pasado. Las estaciones marcaban, más que nunca, el compás de la vida. Se aguardaba la primavera a la salida del invierno. Se tenía la esperanza de que el verano durase eternamente y se veía con disgusto cómo levantaba el vuelo con las lluvias de otoño y la caída de las hojas. Las gentes, maldecían de nuevo el frío invernal. Salvo los niños a los que el deshielo seguía entristeciendo de igual modo. Las vacaciones escolares se decretaban coincidiendo con el solsticio de verano y los primeros vuelos de las aves migratorias señalaban la vuelta a clase.
   El Observatorio era visitado como si se tratase de un emplazamiento arqueológico. Mientras las cúpulas, los astrolabios, los mapas del cielo y los anteojos telescópicos eran objeto de una provechosa curiosidad, ya nadie sabía exactamente qué había sido de la Oficina de la Hora. No se mencionaba en el prospecto turístico entregado a los visitantes. Las puertas del sótano en donde los relojes de péndulo guardaban la hora legal habían sido tapiadas. Celestino estuvo a punto de quedarse encerrado, prisionero de un tiempo fuera de curso. Perseguido por unos fanáticos que habían jurado acabar con la idea misma del tiempo, se había refugiado en el vientre de su madre, único lugar en donde el tiempo está abolido desde siempre, la noche y el día se confunden, las estaciones se han convertido en una sola estación, el ambiente permanece tibio y el insomnio no tiene carta de naturaleza. Puesto que el futuro había sido borrado de la lengua y de la vida, nadie, ni siquiera su madre, hablaba de su nacimiento como de un acontecimiento más o menos próximo. En ausencia de cualquier perspectiva de parto, el embarazo se había convertido en un estado perdurable. Celestino no soñaba con otra cosa: instalarse allí para siempre, al calor de ese vientre. Y dormir, y dormir, y seguir durmiendo.

 

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